Vidas de mil colores, mil formas de vivirlos

 

El mundo está poblado por millones de especies que han ido adaptándose al mundo y transformándolo, transformando también a quienes comparten con ellas el planeta. El ser humano no es la excepción —también ha evolucionado con el mundo y lo ha transformado a su vez—, pero en el caso de nuestra especie hay una diversidad que añadir: la de los pueblos y culturas en que se manifiestan nuestra creatividad, nuestras historias y nuestra capacidad para adaptarnos al entorno. Este Día internacional de la biodiversidad es una oportunidad de aplaudir y valorar esa gran diversidad humana que tan vital es para todos.

Esa diversidad humana se nota no solamente en las bellezas que vemos o a lo que damos importancia en el entorno —hay quien privilegia lo acuático sobre, por ejemplo, lo desértico, aunque viva entre ambos ecosistemas, o los valles a las serranías—. Tampoco está únicamente en los elementos naturales que cargamos de símbolos, y que pueden ser ríos, montañas, costas o fosas. Está también en el uso mismo que los seres humanos hacemos de la naturaleza, en la forma de conservarla al tiempo que la aprovechamos, en los mecanismos construidos para trabajar en conjunto y aprender de ella.

Los pueblos originarios de toda Mesoamérica han desarrollado distintos matices de un sistema agropecuario que articula el uso de variedades agrícolas complementarias —el maíz requiere mucho nitrógeno, que el frijol fija, por ejemplo—, alternando parcelas a lo largo del tiempo para dejar descansar la tierra. La milpa, como se conoce a este sistema agrícola, se apoya también en las criaturas que viven a su alrededor para que fertilicen sus plantas y para controlar a las plagas. El sistema, además, no es el mismo en Durango que en Yucatán, ni en Oaxaca que en la Huasteca: cada uno está afinado para aprovechar y conservar la biodiversidad que lo envuelve.

Lo mismo pasa frente a la tierra y entre las olas. Las comunidades de pescadores acumulan un profundo conocimiento sobre la ecología de los mares que habitan, y han aprendido a establecer vedas temporales y tiempos de largas faenas. Los comcaac, por ejemplo, conocen como nadie las dinámicas ecológicas de Isla Tiburón, en el Alto Golfo de California, y las aguas que la envuelven, y saben cuándo se puede pescar y cuándo vale más la pena esperar a que la población se recupere. A miles de kilómetros de ahí, en el sur del Pacífico, en las costas oaxaqueñas, las comunidades afrodescendientes han aprendido también a respetar los tiempos, por ejemplo, del camarón y otras especies de crustáceos, a mantener y recuperar las dinámicas de las lagunas, para garantizar un futuro.

No sólo eso: el ser humano ha también generado biodiversidad. Las variedades de tomate de América y Europa, desde el jitomate rojo mexicano hasta el san Marzano de Italia, fueron todas creadas escogiendo y privilegiando las mejores características genéticas —o, al contrario, castigando las que no se deseaban, como la amargura o el exceso de líquido—.

La biodiversidad es mucho más que lo que nos rodea o que vemos en las áreas naturales protegidas: nos sostiene, la creamos, la cuidamos y la aprovechamos siempre —o al menos cuando somos nuestra mejor versión: la que vive en el mundo sin destruirlo—.